jueves, 5 de octubre de 2017

PRIMER PREMIO:
BARRO EL LOS ZAPATOS
Autor: Alberto Porras Echevarría (Madrid)



El trapecista mira a su compañera de espectáculo, a su pareja artística y esposa desde hace al menos diez años. La mira y en sus pupilas color caoba adivina el brillo de las grandes tardes, un resplandor que anuncia que el momento de actuar es inminente, que en un minuto todo se desata, que ya no hay vuelta atrás. El trapecista toma la mano de su mujer y acaricia su nuca. Tres besos en la mejilla, dos en la nariz, uno en la boca: el ritual que precede a cada número, ese ritual que llevan repitiendo una década como si fuera una inexcusable liturgia. Ahora cierra los ojos. El olor a arena y algodón de azúcar llega hasta arriba y se mezcla con un olor a sudor, el que su propio cuerpo empieza a segregar. Abajo, la música de organillo y el creciente cuchicheo del público. Pero él no escucha. Él sólo se concentra. Y repite mentalmente la actuación, esa actuación que ha estudiado tantas veces durante el fin de semana; esa actuación que bajo ningún concepto puede salir mal. Con los ojos cerrados repasa el ejercicio y visualiza el momento cumbre, la voltereta y media de su mujer para que él la sujete por los pies sobre el trapecio. En la grada serán cientos de corazones encogidos, un murmullo de asombro resonará bajo la carpa: saber entonces que es su turno, que le toca, que llega el momento en el que no puede equivocarse. Y se visualiza a sí mismo haciendo lo que necesita para que el de esa noche sea un número perfecto: fallar en la recepción. Dejar que ella se escurra entre sus manos. Abandonarla al vacío. Luego ya sólo escuchar el grito ahogado, ser testigo de la fatal caída, disfrutar del brutal impacto.

Y el impacto será de verdad brutal, porque en el número de esta tarde no habrá red. Así se lo sugirió el día anterior a su compañera de espectáculo, a su pareja artística y esposa desde hace al menos diez años.
–Llevamos una década juntos, ¿por qué no hacemos mañana algo especial? Un más difícil todavía. Un todo o nada. Circo en estado puro.
–A ver, sorpréndeme –la media sonrisa de ella y esa mirada expectante.
–Quitemos la red.
Unos ojos color caoba se ensancharon.
–¿Quieres actuar sin red?
Él no responde, sólo asiente, el rostro serio. Un rostro que se ensombreció de forma irremediable el día anterior y que ya no abandonaría esa funesta pátina.
–Como quieras –y el gesto de indiferencia de su mujer al tomar la revista y comenzar a pasar páginas.
“Como quieras”, repitió él mentalmente en el sofá del saloncito de la caravana. “No muestra ilusión por nada”. Luego entregó una sonrisa amarga y volvió al pensamiento perpetuo, ése que no dejaba de repetirse en su mente y atormentarlo desde el día anterior como una inacabable letanía: “me engaña”.

Y es que el viernes él había salido a estirar las piernas.
–Vuelvo enseguida –había dicho, pura rutina, el paseo de cada tarde por el recinto ferial. Pero esta vez la excursión se acortó más de la cuenta, la lluvia de la noche anterior había sembrado el suelo de charcos. Los zapatos se enfangaban un poco más a cada paso, el paseo convertido en un caminar plomizo, un chocolate pringoso allá por donde pisara, “mejor darse la vuelta”, pensó. En la caravana lo recibió un rostro que no era el de su mujer, más bien se asemejaba al de un espectro. Respiración agitada, boca rígida, ojos tan abiertos, esos ojos de un color caoba que entonces parecía enturbiado, convertido en un naranja sucio, amarronado, como el barro que ensucia unos zapatos. Ella se escapó a la cocina para evitar su presencia. “No me esperaba tan pronto”, pensó él de forma mecánica. Después la siguió arrastrando esos zapatos manchados de barro. Lo hizo como quien persigue a una nube negra. En la cocina no pudo evitar preguntárselo:
–¿Qué ocurre?
Ella hace un movimiento brusco, el vaso de agua casi se resbala entre sus dedos. Parpadean repetidas veces dos ojos de un color caoba enturbiado, convertido en un naranja sucio, amarronado, como el barro que ensucia unos zapatos.
–¿Qué va a ocurrir? –y esa forma atropellada de dirigirse a la nevera, de abrirla fingiendo buscar cualquier cosa, de cerrarla con un innecesario portazo. Él se retiró sin preguntar más. “Un día te das cuenta de que tus zapatos tienen barro y cuando vuelves a casa ya nada es igual”; la reflexión se abrió paso entre sus pensamientos revelándose como una extraña certidumbre. Fue en el momento de entrar al dormitorio para buscar sus zapatillas de felpa cuando lo percibió. En realidad, lo olió. Ese tufillo a sudor, a urgencia, a desenfreno: ese ambiente cargado imposible de ignorar. Un aire ajeno, enrarecido, que lo condujo a mirar la cama casi sin pensarlo, como si no hubiera otra acción más lógica que aquélla tras encontrarse envuelto en ese olor. La cama presentaba un aspecto desastrado: la almohada torcida, la colcha abollada, la sábana asomando por debajo, como si se le hubiera encargado a un niño que se ocupara de arreglarla. Él permaneció unos segundos mirándola. Después acarició la colcha, quizá para ver si el contacto con ella le proporcionaba alguna pista, le desvelaba algún detalle. No hizo falta. En el momento de agacharse y buscar sus zapatillas de felpa, los vio. Bajo la cama, sobre las zapatillas, se arrebujaban unos calzoncillos. Parecían haber sido arrojados allí con prisa, de cualquier manera. Y allí seguían, como si hubieran sido olvidados. “Porque a quién le interesan unos calzoncillos cuando hay que salir a la carrera porque alguien con barro en los zapatos amenaza con descubrirte”, pensó él.

–¡Señoras y señores! ¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! Ocupen su localidad y no pestañeen en los próximos minutos porque van a presenciar un espectáculo único…
El aplauso del público llega hasta arriba sazonado con gritos de júbilo. El corazón del trapecista se acelera. La saliva se seca en su boca. El apretón de mano de su mujer.
–Con ustedes una pareja inimitable, una pareja impredecible, dos personas que no conocen sus propios límites. Ella, ágil como una pantera; él, fuerte como un toro…
Y es escuchar aquellas palabras y sentir que, de improviso, una realidad hasta entonces insospechada se muestra ante él de forma cruel e inequívoca. Cómo no lo pensó antes. El maestro de ceremonias. Aquel charlatán de feria. Aquel vendedor de humo. Con él le engañaba su mujer. Un tipo enclenque, paticorto, sin atractivo físico alguno pero embaucador como él solo. Seguro que con su palabrería la fue llevando a su terreno hasta engatusarla. Ese maldito trilero. Porque, desde luego, él era más apuesto que aquel pintamonas, de eso no cabía duda, pero el tipo tenía esa virtud soltando la lengua: imposible batirlo ahí. Ojalá tuviera él ese don de palabra, las cosas le habrían ido mejor en la vida. Y también con su pareja. Cuántos malentendidos se habrían evitado. Cuántas discusiones absurdas. En aquel momento, mientras escuchaba al tipo explayarse con el discurso que presentaba el número, no podía negar que envidiaba la capacidad verbal de ese buhonero. A saber qué le habría contado a su mujer para conquistarla. Encima el muy cínico había hablado con recochineo, pues le había comparado con un toro. “Fuerte como un toro” había dicho el muy cabrón, como si él no fuera a captar la indirecta, como si no supiera que lo había dicho por los cuernos. “En cuanto ponga un pie en la arena te voy a descuartizar, te vas a tragar cada palabra, pero antes te vas a tragar el micro”, pensó.
–…fuerte el aplauso para la Pareja Cósmica!
Ahora un clamor proviene de la grada, la reverencia de los dos hacia el público, cada uno se separa, los trapecios se balancean. Y todo da comienzo.

Son las primeras piruetas y mientras sostiene el peso de su mujer, el trapecista siente un ligero temblor en los músculos de los brazos. Los bíceps flaquean como si esta vez le costara más esfuerzo sujetar el peso de ella. Demasiada tensión estos días. “Te haces viejo”, piensa por un momento. También el hecho de haber sido presentado así por aquel bocazas, “con la fuerza de un toro”; precisamente la fuerza nunca había sido su mayor cualidad. Más bien al revés, ése era su punto débil. Ojalá fuera tan fuerte como el forzudo, por ejemplo. Entonces tendría más seguridad en los ejercicios. También en su relación de pareja.
–Antes marcabas más los bíceps, tienes que hacer un poco de gimnasio. Te vendrá bien ponerte en forma.
La pasada semana mientras cenaban, ella lo había dejado caer, como esa hoja seca que cae del árbol en ese gesto que tiene algo de derrota. Entonces él no respondió; rumió en silencio el comentario y trató de digerirlo como pudo. Ninguna capacidad de réplica. Aunque, para qué negarlo, aquellas palabras no lo pillaron por sorpresa. Porque él ya se había dado cuenta de que, cuando coincidían con el forzudo en la cantina, ella no dejaba de mirarlo.
–Qué brazos –, había dicho alguna vez–. Y vaya espalda. No se te ocurra discutir con él, cariño, porque éste te borra la cara de un bofetón –, y la sonrisa para acompañar sus palabras. Una sonrisa tal vez melancólica, tal vez taciturna, que enmascaraba una realidad que ella no se atrevía a manifestar: el hecho de que el forzudo se acercaba mucho más que él a su ideal de hombre. Él sabía que no podría competir con el forzudo ni en sueños. Porque nunca tendría sus músculos. Nunca tendría su potencia. Nunca tendría su extraordinaria fuerza. ¿No sería el forzudo con quien se la pegaba su mujer? Era una opción muy factible, ella nunca había ocultado su admiración por ese cuerpo. “Ese poderío físico”, como solía decir. ¿No se había referido a él en una ocasión como un prodigio de la naturaleza?

Un doble volteo vertical sobre el trapecio, la figura del Cristo invertido, los músculos en tensión, la sangre desciende a la cabeza. Ahora el trapecista puede ver al público con detenimiento. Unos cuantos se levantan para jalear la acrobacia. Al fondo distingue a algunos compañeros que no han querido perderse la actuación. Distingue al domador, orillado en la grada. Gran amigo suyo, el domador. Un tipo que no conocía el miedo, que no se arrugaba ante nada.
–Hay que tenerlos bien puestos para meter la cabeza en la boca de un león, como haces tú –, solía decirle. Él sonreía en silencio, como si se cohibiera ante el halago por pura timidez. Era una gran persona el domador, quizá su mejor amigo, pero esquivo en el diálogo. Un hombre de pocas palabras. Y es ahora cuando él piensa si no será tan poco comunicativo porque tiene algo que ocultar. Cuando alguien es tan callado es porque algo encierra en la boca, un secreto que le impide dialogar con normalidad. Algo de verdad inconfesable, algo que jamás podría contar, ni siquiera a su mejor amigo. “No”, piensa por un momento. “Él nunca lo haría”. Pero aquel pensamiento le conduce de inmediato a otro: la noche en la que oyeron los golpes. Aquel ruido que los sobresaltó a su mujer y a él en la caravana mientras dormían y los sacó del sueño a ambos.
–¿Qué ha sido eso?
Un balbuceo de él como respuesta. De nuevo el ruido.
–La puerta –insistió ella, ahora su voz más alarmada–. Alguien la está forzando.
–Habrá sido el viento, mujer –fue su patética contestación.
–¿Cómo que el viento? ¿No sales a mirar?
Y él no había salido.
–Vamos a esperar un poco–, eso fue todo lo que arriesgó a decir. Y allí permaneció, en la cama, pegado a su mujer, conteniendo la respiración y esperando. Porque si se levantaba y alguien andaba fuera, si alguien acechaba y lo oía, podía provocar algo peor, pensó. En el supuesto de que se tratase de un ladrón, huiría; pero, ¿y si se trataba de un psicópata? ¿De alguien que sólo buscara saciar su sed de sangre? Entonces sería terrible, porque si el psicópata sabía que había gente dentro de la caravana intentaría entrar a toda costa. ¿No había sido en un circo de Parla donde unos gamberros afeitaron a la mujer barbuda? ¿Y en un circo rumano donde asaltaron la caravana del hombre zancudo y allí mismo lo mataron, a golpes con sus propios zancos? ¿No habían degollado al tragafuegos en un circo portugués? Mejor esperar en la cama, cualquiera se arriesgaba a que lo oyeran. Además, su corazón empezaba a enloquecer, seguro que quien fuera que estuviera allí escucharía su respiración agitada si él se aproximaba a la puerta. Entonces la ansiedad de esa persona por entrar aumentaría. Salir sería exponerse, cavar su propia tumba. Por supuesto, no dijo nada de eso a su mujer, sólo dejó pasar los segundos, ella cruzada de brazos y mirándolo, él suplicando porque el ruido no se repitiera. Y el ruido no se repitió.
–Me parece increíble que seas capaz de saltar en un trapecio y no te atrevas a acercarte a una puta mirilla–: el comentario de ella antes de tumbarse de nuevo en la cama, darse la vuelta con un gruñido y tirar de las sábanas.
Esa noche él ya no pudo dormir. Cómo hacerlo después de encajar esas palabras. Y a su memoria vino una y otra vez la figura de su amigo el domador. Porque él sí que era un hombre valiente, alguien al que nada lo asustaba. En aquel momento tuvo una sensación de envidia sana, pero esa sensación ahora había cambiado. Porque entonces nunca pensó que su mujer y él… No, cómo pensarlo de su mejor amigo. No lo pensó entonces pero ahora tenía otra perspectiva, la que ofrecían unos calzoncillos encontrados bajo la cama. Y la imagen de su mujer y el domador juntos le parecía ahora muy plausible. Ella con su mejor amigo, ese hombre osado y sin temor alguno, no como él, un gallina, un asqueroso cobarde que ni siquiera era capaz de levantarse a mirar por la mirilla. El domador sí que era capaz de cualquier cosa, capaz incluso de engañar a su mejor amigo con su mujer y hacerlo sin ningún tipo de escrúpulos.

Ahora ella hace dos piruetas sobre el torso del trapecista. Un giro final en el aire y él la recoge entre los brazos; la cascada de aplausos llega en oleadas hasta el trapecio. Las piruetas son de una ejecución perfecta, ella las había depurado gracias a los consejos del contorsionista. Desde que él le enseño aquellos trucos para desentumecer los músculos y corrigió algunos de sus movimientos, el ejercicio de su mujer casi alcanzaba la perfección.
–Qué majo, no le importa emplear su tiempo libre en ayudarme con la flexibilidad –le había explicado ella. Entonces él la había escuchado distraído, casi sin prestar atención. Convino con su mujer en que el contorsionista era un buen compañero. Demasiado bueno, pensaba ahora sobre el trapecio. ¿Quién dedica tantas horas a alguien si no es para obtener algo a cambio? Porque durante un par de semanas los dos estuvieron practicando a diario: ella iba a la caravana del contorsionista todas las tardes, sin faltar un solo día.
–Es increíble la flexibilidad que tiene –le había dicho una vez –. Me ha enseñado cómo entrena sus posturas.
¿Qué tipo de posturas le enseñaría aquel patachicle? ¿Y dónde se las habría enseñado? Porque él imaginaba todo lo que sería capaz de hacer ese sujeto al practicar sexo, cómo no imaginarlo. Míster Costillas de Goma. Ahora pensaba en él y enrojecía de envidia. Si al menos él tuviera la mitad de su elasticidad muscular, o un poco de su flexibilidad, haría enmudecer a su mujer en la cama. Posturas inimaginables, números sexuales sólo vistos en películas, prácticas lujuriosas sólo vividas en los sueños más húmedos: el Kamasutra sería una broma de seminaristas comparado con lo que él le haría. Pero no era posible. Porque él no tenía las capacidades corporales de aquel tipo, ni siquiera se acercaba a ellas. Por desgracia, él estaba mucho más limitado. Un abuelillo al lado suyo. Y es evidente que, durante esos días de entrenamiento, su mujer habría advertido la potencia sexual del contorsionista, el inagotable abanico de posturas que aquel hombre podría hacer. Quién no resulta atraído por una virtud de ese calibre. ¿Cómo podía competir él con eso? De ninguna forma. En realidad sólo podía hacer una cosa: asumir que el contorsionista lo superaba con creces en el terreno sexual, lo aventajaba como hombre y, con toda seguridad, lo engañaba con su mujer.

Ella hace un doble salto mortal que provoca la ovación del público. Él la ha sujetado con firmeza. Por unos segundos están cara a cara, contemplándose los dos al vaivén del trapecio. Es la acrobacia que precede al momento final, pronto la última pirueta del número, cuando él la dejará caer, cuando todo acabará entre ellos. Sus ojos color caoba lo observan; él los juzga mustios, sin ningún atisbo de ilusión. “La ilusión hace tiempo que se secó entre nosotros”, concluye. Ella retorna a su trapecio, el rostro grave, una boca inexpresiva. “Antes no era así”, piensa él. “Era risueña. Sembraba la vida de sonrisas. Ahora es como una flor marchita”. Y hace tanto tiempo que lo piensa, lo mucho que le gustaría hacerla reír, ser capaz de arrancarle una sonrisa. Porque últimamente no se ríe nunca. Y él alguna vez lo intentó, puso todo de su parte para conseguir que ella riera pero no resultó. Sus esfuerzos desembocaron en malos chistes, charlotadas chuscas, chascarrillos sin gracia alguna: el rostro de ella enrojecido de pura vergüenza. Y es que él no estaba dotado para el humor. Era incapaz de hacerla reír. Si tuviera las habilidades cómicas del payaso… Él sí que era todo un experto. En alguna ocasión los había hecho llorar de risa a los dos, “por favor, para ya” había dicho ella entre lágrimas, “eso no me lo dices cuando no está delante tu marido”, y entonces la carcajada general, los tres retorcidos en las sillas de la cantina, el estómago que empezaba a padecer de agujetas a causa de la risa. Ahora recordaba el momento y le parecía que el comentario del payaso no tenía ninguna gracia. Es más: le parecía un comentario mezquino. Un comentario miserable. Porque una cosa es que alguien te engañe con tu mujer aprovechando que has salido a dar un paseo, una cosa es que alguien se tire a tu mujer en tu propia cama, pero otra todavía peor es hacer bromas sobre ello. Hacerlas delante de ti y delante de tu mujer. Recochinearte. Eso es ser mucho más que un traidor: es ser un malnacido. Y el trapecista tiene tiempo de imaginarlo, apenas necesita tres segundos para imaginar los comentarios que circularían entre sus compañeros: “cornudo por culpa de un payaso”, “engañado con un simple bufón”, “humillado por un vulgar cuenta chistes”. También tiene tiempo de masticar la paradoja: alguien acostumbrado a hacer reír a todo el circo había provocado que ahora fuera él el hazmerreír del circo entero.

Es el momento de máxima concentración, esos segundos en silencio que anuncian la última acrobacia. Ella ha cerrado los ojos y antes de que los vuelva a abrir él tiene tiempo de pensar en el acróbata. Ese hombre tan parecido a él, ese que parece su hermano pequeño. Ella siempre lo decía y tenía razón; el acróbata era un poco más bajo y fornido, pero ambos se asemejaban mucho. Alguna vez los confundieron en el recinto ferial. Quizá por el hecho de practicar sus números en el suelo, el acróbata siempre le pareció alguien con los pies en la tierra, mucho más centrado que él, con la cabeza menos dispersa. Un hombre maduro. Ni que decir tiene que su mujer podría preferirlo antes que él; de hecho, mientras la observa sobre el trapecio, está seguro de que es así, y de que ella le engaña con el acróbata, que en aquel momento ha desbancado al maestro de ceremonias, al forzudo, al domador, al contorsionista y al payaso como principales sospechosos. Ahora piensa en el acróbata y en el parecido que comparten, un parecido que traspasa el aspecto físico y alcanza la forma de vestir. Esas chaquetas de cuero, esas camisas de cuadros, esos pantalones ajustados... Hasta en los calzoncillos compartían gustos, porque los que encontró bajo la cama eran los del acróbata pero bien podrían ser suyos. ¿No eran casi iguales a los que le compraba su mujer? La misma marca, la misma tela, el mismo color... Y por un momento el trapecista contempla una posibilidad hasta entonces no considerada: que se tratara de sus calzoncillos. Que no fueran de nadie más. Que la infidelidad de su mujer sólo estuviera en su imaginación. Porque al fin y al cabo él sólo se ausentó unos minutos cuando salió a pasear, diez minutos a lo sumo, eso fue lo que debió durar el paseo. Diez minutos escasos y en ese tiempo es muy difícil, casi imposible hacer nada. Tendría que haber sido alguien muy rápido, velocísimo, casi supersónico el que... Y es en el instante en que su mujer abre los ojos cuando la culpa le vence por haber dudado de ella, por planear contra ella una venganza despiadada e injusta, y al buscar un mejor apoyo su pie izquierdo titubea, da un paso en falso y resbala sobre el trapecio. Resbala su pie izquierdo como un zapato manchado de barro. Ahora un baile de borracho, gritos desde la grada, los inútiles aspavientos para mantener el equilibrio, la inevitable caída. Dos ojos color caoba lo ven caer con espanto. El impacto contra la arena desata el horror del público. En la grada, la expresión de algunos compañeros: la impotencia del domador, la conmoción del equilibrista, las lágrimas del payaso, la sonrisa del hombre bala.



SEGUNDO PREMIO:
EL INEXORABLE DESTINO DE JOAO OLIVEIRA
Autora: Aída Rodríguez Agraso (Cádiz)


A Nuria no le sentaban bien las amanecidas. Quizás porque aún estaba a medio dormir cuando ya pisaba la luz apenas pespunteada en la humedad de los adoquines, quizás porque en realidad quería pisar otros adoquines más exóticos o lejanos, o quizás porque prefería soñar en lugar de tener sueño, no se puede decir que anduviera la manzana escasa que separaba su coche de la puerta de la biblioteca con el brío de una lagartija. Más bien balanceaba su cuerpo, rechoncho pero hermosamente proporcionado, con las trazas de una tortuga, intentando eternizar lo inevitable. Porque era inevitable, sí. Tenía que cruzar el dintel, señalizar oficialmente su entrada, llegar a su mesa, encender el ordenador, preparar bolígrafos y esperar, entre solícita y resignada, la llegada de los usuarios que dieran sentido a esas siete horas y media que tenía frente a sí, marcadas minuto a minuto en el reloj que reinaba en la arisca columna central de la estancia.
El reloj hacía tronar su mantra en la estancia, tic, tac. Los primeros quince minutos eran siempre eternos como una condena. Nuria entretenía el compás del tiempo mirando la imagen que se reflejaba en la pantalla negra del ordenador y que era la suya propia, con su pelo corto y moreno tiznado con reflejos caoba, sus ojos grandes y redondos de muñeca de porcelana, sus mofletes tiernos como bollos de canela. Oteaba también  el parvo horizonte de su alrededor, pero por mucho que se empeñaba nada, ni objeto ni sombra, ni telaraña ni termita, registraba el más mínimo cambio de un día para otro. La silla con ruedines y Nuria sentada en ella, las mesas frente a las demás sillas, los ordenadores sobre las mesas, las lámparas junto a los ordenadores, amanecían cada día exactamente en el mismo sitio, como los anaqueles y los libros, colocados como en un tetris, en un orden férreo impuesto de forma concienzuda pero incomprensible. Nuria recordaba perfectamente el esfuerzo que se vio obligada a desplegar para entender aquel maremágnum de volúmenes señalizados con unas pegatinas que no solo amenazaban la integridad de sus lomos, sino que solo respondían, tozudos como asnos, a un código insondable creado para aquella biblioteca, de forma que los más avezados profesionales de otras latitudes no lograrían encontrar ni siquiera los libros más vendidos y, por lo mismo, los más solicitados por el público. A fuerza de toparse con la sección de deportes cuando buscaba la de ciencias exactas y de ojear los libros de manualidades en lugar de los de narrativa, Nuria logró descifrar aquel galimatías pergeñado no se sabía muy bien por qué o por quién -alguien maligno sin duda y contrario a difundir el conocimiento, pensaba siempre-, y además enriqueció su sabiduría convirtiéndose en una experta en todo tipo de juegos de equipo y en cabuchones e hilaturas, en bodoques y ganchillo tradicional, que practicaba no solo en su casa, sino incluso cuando la biblioteca estaba desierta.
En esas estaba, ya absorta en sus labores, con la aguja engulliendo un hilo de algodón egipcio del número 5 y ofreciendo a cambio un oso de ademanes amigables, cuando notó el parloteo sobre las losas de unos andares cortos y lentos, como temerosos de quebrar las piernas a las que pertenecían en una revuelta del camino. A Nuria le gustaba jugar a un entretenimiento creado por ella, algo así como un Por sus pasos les conoceréis, y antes de elevar los ojos certificó mentalmente que estos eran sin duda los de Joao Oliveira, un hombre enjuto y alargado como una espiga, de trato correcto pero agradable, cuyas presumibles carencias económicas no le impedían ir siempre con su pantalón largo perfectamente planchado, no menos que su camisa, que parecía confeccionada con papel de fumar y a la que solía proteger de la intemperie un jersey de cuello de pico similar al de los tenistas antiguos. Cubría sus basamentos con zapatos de amarrar lustrosos como el caparazón de un escarabajo y engalanaba su cuello, como collarino de capitel, un pañuelo brillante que blindaba sus cuerdas vocales. Su atuendo, en fin, era más que digno y escamondado en su vejez. La bibliotecaria guardó con apremio la labor en el cajón de la derecha de su mesa y, abriendo luego el de la izquierda, le tendió un bolígrafo y el papel donde debía apuntar sus datos, la fecha y la hora de entrada y salida, para poder acceder al servicio de Internet, mientras le dedicaba una esmerada salutación. Buenos días, qué guapo te veo, le decía Nuria, quien por su carácter era dada a encariñarse con la gente y a repartir galanterías aunque no las recibiera a cambio.
Y ese era el caso. Joao Oliveira se limitaba a responderle con un estoico buenos días, acompañado, eso sí, por una medio sonrisa ladeada, a modo de galán castigador de película del oeste. Porque aunque era de pocas palabras había otras que decía en silencio, una comunicación no verbal llena de gestos que delataban que a Joao le agradaba la zalamería de Nuria y la sonrisa grande, llena de dientes, con la que esta le obsequiaba cuando entreabría la puerta de la biblioteca. Nuria no estaba muy segura de que fuera así, pero no podía evitar que Joao le cayera especialmente bien. Era correcto en el trato, talante del que carecían otros usuarios, y además era pulcro en el manejo de los libros y silencioso como un pez de plata. Tenía, en conjunto, una educación que ella agradecía en el fondo y en las formas. Y además mostraba un incuestionable gusto por la escritura, a la que se dedicaba desaforadamente algunos días, y una notable inclinación hacia las novelas de aventura y policíacas, desde Robert Louis Stevenson y Julio Verne a Agatha Christie o Gastón Leroux. Libros que ella adoraba porque le inocularon el sabor de la literatura en el adn, y que de vez en cuando rescataba para recordar aquellas primeras tardes de lectura en el rincón del corredor de su casa natal, con el sol intentando quebrar la frontera de los helechos para colarse por los ventanales, el suelo de ladrillo refrescándole las piernas sobre las que descansaba el libro, el viento de levante abrazándola con su cálido aliento, y ella, que aún era muy pequeña, menuda y delicada pero decidida y resuelta, deletreando cada palabra con obstinación, ca-dá-ver, y construyendo así párrafos que luego leía al completo, “O su sueño había ti-ra-do por de-rro-te-ros i-nes-pe-ra-dos, o... o Ma-rí-a había en-tra-do, en e-fec-to, en el cuarto y dicho, ¡increíble!, ¡fantástico!, que había un ca-dá-ver en la bi-blio-te-ca.
Aquellas palabras, esos increíble y fantástico entre signos de admiración mezclados con la mención a un cadáver, habían despertado para siempre su fascinación y su capacidad de asombro. Y esas eran sin duda las razones por las que estudió Biblioteconomía y Documentación y por las que ahora estaba allí, sentada en aquella triste biblioteca, deseando cumplir la jornada laboral que le permitía poner un plato de alubias sobre la mesa y pagar su alojamiento y la gasolina del coche y dedicar el resto del día a su vida de verdad, a la que había escogido, a leer, a hacer sus manualidades, a viajar cuando las vacaciones y los ahorros se lo permitían, a cuidar un corazón con cierta tendencia a ir por libre y a hacer puzzles de infinitas piezas heredados de su abuelo, recreándose en cada detalle por mucho que los hubiera visto ya mil veces.
Y así transcurría su vida, plácida y serena, aislada de toda contaminación hostil que pudiera detectar a su alrededor, hasta que Bermúdez y Castro inauguraron un nuevo capítulo de su vida.
Era bien temprano, tanto que apenas le había dado tiempo a despertar al ordenador. Nuria estaba aperreada buscando un bolígrafo que se había empecinado en correr bajo su mesa y se había atrincherado junto a unas pelusas, en un rincón de difícil acceso que le obligó a adoptar una postura de gimnasta olímpica. Y una vez capturado el díscolo y devuelta su compostura a su estado natural se lo encontró ante su mesa. Era el inspector Bermúdez, que así dijo llamarse aquel hombre pampringado y silente que se plantó ante sus ojos sin que ella pudiera escrutar el sonido de sus pasos. Igualitos que los sandungueros andares del policía Castro, que le anunciaron como bastante más joven y que parecía más despierto, pero cuyo semblante cariacontecido le susurró a los ojos de Nuria que no eran portadores de buenas noticias. Efectivamente, no lo eran. Nuria se puso en pie dispuesta a escuchar la sentencia. Estaban investigando la muerte de Joao Oliveira. Según explicó Bermúdez, los voluntarios del comedor social llevaban varios días echándole de menos, y cuando su ausencia se convirtió en temor a que le hubiera sucedido cualquier percance alertaron a los servicios municipales. Bermúdez continuó narrando, con la frialdad con la que un taxidermista desuella a un perro,  que Efectivos policiales se dirigieron al domicilio de Oliveira, un piso de renta antigua situado a dos calles de la biblioteca, y al llamar a la puerta de su domicilio y no obtener respuesta terminaron por forzarla. Y, siguió Bermúdez su soliloquio, se encontraron al finado en decúbito prono frente al dormitorio, aparentemente fallecido de causa natural, aunque había algún aspecto que investigar antes de dar carpetazo al tema. ¿Lo conocía usted? Porque dicen en el comedor que frecuentaba la biblio...
A Bermúdez no le dio tiempo a terminar la frase. Las palabras, una tras otra, se clavaron como cincel en la sensibilidad de la bibliotecaria, que es cierto que había echado de menos en los últimos días a su más leal usuario. Un ramalazo de vértigo sacudió a una Nuria que imaginó, como si estuviera en la primera fila de un cine en tres dimensiones, a su Joao Oliveira como un galanzote venido a menos pero con porte de conde duque, un maduro adonis de los callejones cayendo de repente desplomado, su nariz rota con el impacto y exhalando su última espiración, el suelo con trazas de la personalidad, las bacterias y los virus enrocados en su sangre, su anatomía desdibujada en una postura atroz, la mueca de la parca dibujada en el semblante, sin tiempo, sin más tiempo. Dicen que cuando mueres tu vida pasa por tu cabeza en un instante, chas, resumida en destellos efímeros pero tan perpetuos como un tatuaje. Pues todo ello lo vio mentalmente Nuria en menos de dos segundos, los que tardó en sufrir un amago de alferecía y en notar sus piernas fallando, dejándola caer a plomo sobre su silla con ruedines. El mueble, al recibir la carga, no pudo evitar retroceder unos decímetros antes de que Castro la sujetara y acometiera unas maniobras de reanimación que lograron devolver a las mejillas de Nuria un pálpito vital, suficiente para que empezara a recuperarse de la impresión y le ganara el pulso al sofoco. Y ya con la respiración medio acompasada y el resuello recuperado a base de traguitos cortos de agua Nuria asintió, Sí, le conocía, y luego preguntó con la voz quieta y el corazón intimidándole con el amago de otro brinco, ¿Hay indicios de asesinato?
En principio no, afirmó Bermúdez, pero tenemos que saber la fecha y la hora de su muerte con la mayor exactitud posible. Pero bueno, para eso están las pruebas, y dudo mucho que yo les pueda ayudar porque poco o nada sé de su vida privada, les espetó Nuria que, dotada de una inmensa capacidad de resiliencia, estaba ya de vuelta al mundo de los vivos que conocen a los muertos a fuerza de lecturas cadavéricas, pensando en los insectos y las larvas que anidan en un cuerpo desde su primer segundo fuera de juego. Una Nuria revestida en inspector jefe, todavía ofuscada y contrita pero también indignada por la escasa pericia que auguraba en Bermúdez y, por omisión, en Castro, más parecida a la de Mortadelo y Filemón que a la de Hercule Poirot o Sherlock Holmes. Señora, no saque conclusiones apresuradas, comenzó a hablar Castro, determinado a asir las riendas antes de que el caballo se les fuera de madre. Por supuesto que se están estudiando las pruebas, pero mi comisario cree, apunto que con acierto -buena jugada, Castro, pensó Nuria, así te aseguras de que el jefe te deje continuar sin sentir amenazada su autoridad- que todo testimonio es interesante y puede corroborar esas conclusiones. Si me permite, señor comisario, continuó el subalterno, podríamos decirle el porqué de tanto interés y que así le quede claro que no es que seamos tontos sino que el tema tiene su enjundia. Proceda, Castro, admitió Bermúdez.
Y entonces el policía le contó que Joao Oliveira había sido declarado unos días antes el heredero de una cuantiosa fortuna encarnada en una madre con la que al parecer tenía la misma cercanía emotiva que con las tribus maoríes, pero si resultaba que en el preciso instante del fallecimiento de su progenitora él, en un gesto de sincronía solo superado por la del movimiento de los planetas, decidía caer muerto boca abajo frente a su dormitorio, el heredero no sería él sino su hermana, segunda en la línea de sucesión de la dinastía y cuya casa estaba separada de la de Joao por pocos kilómetros, exactamente los mismos que medía el lago del reino de Hades e igual de inexpugnables. Pero si en ese instante el señor Joao Oliveira seguía vivo, entonces la suma debía pasar a sus herederos, y entonces se abría un nuevo frente porque podía haber hecho testamento. Y de ahí nuestro afán por cerrar el caso dilucidando con pulcritud la hora de la muerte, porque si no es así nos van a freír en los juzgados, se atrevió a aventurar.
Las palabras serpenteaban hacia Nuria, entraban por sus oídos y correteaban hacia los límites de su cerebro como espermatozoides alcanzando un óvulo. Y como respuesta, sus músculos faciales pasaron de la indignación a la extrañeza, a la sorpresa y por último a la fascinación de niña que acaba de desenvolver un regalo. Tenía ante sus ojos el caso del inexorable destino de Joao Oliveira. Un caso, sí. Un caso digno de las novelas que leía de niña. Su caso, es más. Y tuvo la intuición, podría decir que la absoluta certeza, de que por primera y quizás última vez en su vida tenía la oportunidad de vivir una historia insólita. Y por primera vez no se conformaba con las historias que había vivido leyendo un libro.
Ante la mirada pasmada de los policías -desconocedores hasta ese momento de la existencia de una Nuria animosa, elocuente y dotada de un gran dominio de las situaciones policiales-, la bibliotecaria, transmutada en Jane Marple, extrajo del cajón de la izquierda de su mesa los papelajos con los datos de estancia de los usuarios de la biblioteca. Fue al rebuscar en ellos el nombre del protagonista del luctuoso suceso cuando reparó en su esmerada caligrafía, pulcra y metódica, con las letras ordenándose como las notas de una cantata, en perfecta sintonía, sin alharacas ni estridencias ni un ápice fuera de sitio, de origen fácilmente identificable con los antiguos colegios religiosos privados, donde los alumnos de primaria rellenaban kilómetros de párrafos de cuadernillos Rubio. No sé cómo no me he dado cuenta antes de que fue un niño bien, se riñó a sí misma en voz alta, y al ver la extrañeza dibujada en los ojos de los policías les explicó lo de la caligrafía, y entonces fue cuando descubrieron con perplejidad las dotes para hacer pesquisas de esa mujer y, de paso, que no era tan frágil como creían.
Las anotaciones revelaron que efectivamente esas misivas sin mensajes, solo con remitente y destinatario, cortaban su frecuencia cuatro días antes. Y Nuria comenzó a tejer su historia. Pues sí, contó, según dejó anotado Joao llegó el 11 de marzo a las nueve, justo cuando abría la biblioteca, y se fue al mediodía… uy, qué extraño, si siempre se iba a las dos de la tarde… claro, ese día además no le vi irse porque me tuve que levantar a buscarle una novela que estaba en la sección de Economía y cuando volví se había esfumado… qué raro todo, Joao era muy educado, incluso anotó personalmente la hora de salida y me dejó el papel sobre la mesa, qué raro que tuviera tanta prisa como para no despedirse, esto me huele mal señores policías... Los uniformados asentían como robotizados, aunque en realidad anotaban únicamente las estrellas fugaces que veían en el firmamento de datos derramados por Nuria. 11 de marzo, nueve de la mañana, 12 horas del mismo día. Muchas gracias por su ayuda, señorita, nos vamos, dijo en ese instante Bermúdez. ¿Pero no quieren saber nada más? Igual puedo acordarme… No hace falta, señorita, la madre de Oliveira falleció el 11 de marzo a las 10 de la mañana, con lo cual este fue al menos durante dos horas heredero de la fortuna que ahora peleará su hermana, digo yo, a falta de otros herederos conocidos hasta el momento… pero ese es otro cantar. Nosotros a lo nuestro, que es volver a la comisaría y redactar el informe. Buenos días.
De repente, Nuria se vio sola. Y se sintió extraña. Eran solo las diez de la mañana, y en ese tiempo le habían comunicado que el pobre Oliveira le había dado la mano a Caronte, le había sobrevenido un vahído que casi arruina su estampa para siempre, se había recuperado, había sido testigo en un caso policial y había florecido como las amapolas en primavera. Pero de repente todo se había desvanecido, y el tornado la había devuelto de Oz a su biblioteca sin que mediara ninguna de las peripecias que tanto ajetreo anunciaba. Bueno, al menos tenía una historia que contar, pensó, aunque no sabía muy bien a quién hacerlo. Suspiró, miró a su alrededor, y se dio cuenta de que la biblioteca estaba tan solitaria como ella. El soliloquio del reloj continuaba con su petera, erre que erre, dando brío a un silencio que retumbaba en la cabeza de Nuria, recordándole obstinadamente que el tiempo pasaba, que no había marcha atrás, que cada segundo era un segundo menos que quedaba para que su contador personal llegara a cero. Resignada a la suerte de poder tener un trabajo para poder mantenerse a flote decidió no echar mucha cuenta al tejemaneje mental que la estaba atosigando, con voces que le decían vete de aquí a vivir de verdad, otras que le decían sí, claro, y de qué vivimos todas, otras que le insistían en recordarle chica, tienes que relacionarte con más gente, y otras que decían oye, que ella escoge lo que le da la gana. Y abrió el cajón de la derecha, dispuesta a seguir con el oso, centrar en él su atención y, a fuerza de ignorarlas, lograr  acallar a las Nurias que se peleaban en su interior. Y, de paso, a que se le fuera cuanto antes la jornada laboral a base de puntos bajos. Y cuando iba a sacar el ovillito de hilo egipcio y la aguja de gancho, la caligrafía a bolígrafo de Joao Oliveira volvió a golpearle en los ojos.
Para Nuria, decía el papel doblado con esmero a modo de carta. Enseguida recordó el último día que vio al finado, ese día que se esfumó sin despedirse y que sería, de seguro, el escogido para depositar en su cajón las últimas palabras de Joao en la Biblioteca. Ay, malandrín, que me tenías estudiada, que seguro que sabías que tarde o temprano sacaría las labores y encontraría tu carta, pues sí, aquí la tengo, pensó de corrido. La primera acción de la destinataria iba a ser leerla, pero las Nurias mentales, que desde que apareció el misterioso manuscrito estaban todas a la expectativa, le dijeron nooooo, no la toques, igual tiene huellas o igual puede ser una prueba en el caso. Y la mano de Nuria retrocedió poco a poco, como en cámara lenta, y se fue meciendo en el aire hacia el teléfono, le dio tres toquecitos, dedos corazón, anular, índice, y una voz respondió, policía, dígame.
Nuria colgó. Noooo, dijeron las voces. Sííííí, dijo ella, dispuesta a vivir su momento como le daba la real gana. Y si la carta ponía Para Nuria, ponía Para Nuria, no Para la Policía. Porque para eso me la ha dedicado. ¿O para quién era el Para Elisa de Beethoven, para mi prima Marta? Pues esta carta es para mí y me la voy a leer.
Estimada Nuria, me quieren matar, comenzaba la misiva. Los ojos de la bibliotecaria se convirtieron en dos bajoplatos que amenazaban con salirse de sus cuencas. Esta frase, me quieren matar, había sido repujada en el papel por una mano que en esos momentos avanzaba en su descomposición, demudado el color, las burbujas de gas amenazando con hacerla explotar, el olor putrefacto mancillando la estancia, encogida y deshidratada, con las uñas como principales protagonistas de su escasa estructura. Pero entonces la sangre, espesa y oscura, con su sabor a metal salado, circulaba por las cañerías que la mantenían vivita y coleando, y los cinco dedos empuñaron el bolígrafo para escribir estas tres palabras que resultaron ser premonitorias, me quieren matar. Estas y las que venían detrás no solo desconcertaron a Nuria sino que la transportaron a un mundo, el de Joao, en el que este se sentía amenazado por su hermana, una mujer que describió, a grandes rasgos, como una Hidra de Lerna con falda larga, de apariencia humana pero con la capacidad de compasión de un basilisco y la misma dulzura en la mirada. Los tres folios que continuaban a esta confesión contaban con lujo de detalles que se sabía heredero de la fortuna de la familia y que ambas, la fortuna y la familia, le traían sin cuidado, pero que conocía a su hermana y haría cualquier cosa por disfrutar de la primera, aunque esto supusiera prescindir de la segunda. Que la causa de su fallecimiento sería descrita como natural, muy alejada de estrambóticas o surrealistas definiciones, y que sería finalmente empujado al abismo de la sombra por alguien que su hermana mandara a matarle, porque dudaba mucho que su escaso conocimiento de la medicina le diera para saber cómo lograr confundir a todo aquel que rebuscara en su organismo algún indicio extraño. Pero ella era malvada y le quería matar, de eso estaba Joao seguro. Tan seguro que ahí estaba, escribiéndomelo porque, decía, era la única persona que conocía capaz de desentrañar el misterio, toda vez que su casero era por él descrito como un hombre magnánimo y bonancible pero más bien tirando a torpón en estas lides. Y, junto a los folios, una dirección, una llave y una dedicatoria: se despide de ti, Joao Oliveira.
Una lágrima rodó por la mejilla de canela de Nuria, que inesperadamente tenía la prueba material de que sí que le caía bien a su usuario favorito. Y, empeñada en ponerle el punto y final que merecía, decidió que ese mismo día, cuando terminara su jornada laboral, iría a la dirección marcada a ver qué nuevo episodio le deparaba el serial en el que Joao le había dado el papel protagonista.
Eran las tres de la tarde cuando Nuria aterrizó en el lugar marcado con una equis en el mapa de la vida de Oliveira: una suerte de local comercial reconvertido en trastero, pequeño pero apañado, situado en el extrarradio y que, por su aspecto, podía haber servido tanto de obrador como de laboratorio de éxtasis. No se imaginaba ella a su usuario allí, empecinado en sintetizar la droga a partir de compuestos de nombres impronunciables de más de diez sílabas, secándose el sudor con su pañuelo de cuello mientras mezclaba las pócimas como un nigromante y las calentaba a reflujo, con pericia y pulso de cirujano, en un aparato inventado para lances más benignos para la humanidad. Ni tampoco le veía haciendo bollos suizos, ensaimadas o picos camperos, con la harina percochando sus pantalones de raya en el centro y sus zapatos de atar. No. La llave abrió sin problemas la puerta de entrada de la edificación y le mostró que por alguna razón que se le escapaba, y que ya nunca sabría, Joao Oliveira conservaba esa propiedad como almacén de sus escasas pertenencias, de forma que se terminó convirtiendo en el último reducto de una verdad con la que él temía encontrarse y que quería revelar al mundo, un mundo personalizado en Nuria I la Bibliotecaria.
Lo bueno que tenía el sitio es que sus dimensiones eran abarcables y que los enseres que custodiaba cabían en una furgoneta de reparto. En efecto, allí no había más que una mesa y una silla imperio, un jarrón de aspecto oriental, tres cajas con efectos personales y una lámpara de pie, eso sí, de Tiffany. Qué poco le pegaba a su Joao una lámpara Tiffany, pensó Nuria. Pues sí, allí estaba, una obra de arte de los años 50 con unas ciertas reminiscencias art decó que, para su sorpresa, aún funcionaba, y que en un instante llenó la estancia de una luz clara y tornasolada gracias a los cristales que engalanaban la pantalla. Así que con la lámpara encendida, sentada ante la mesa, Nuria comenzó a escudriñar en las cajas de efectos personales y a buscar, entre las bolas de alcanfor y las flores secas de lavanda, aquello que Joao, desde el más allá, quería contarle.
Junto a varios hatillos de cartas esmeradamente conservadas, algunas antiguas, otras no tanto, Nuria tuvo pruebas inequívocas de que Joao Oliveira era de buena familia. De repente, su Joao, ese hombre agradable y digno pero de vida digamos modesta, aparecía anunciado con grímpolas de alcurnia. Un grueso y aparatoso álbum de fotos abría su testimonio vital mostrándole como un bebé revestido con un traje de cristianar cuya longitud y encajerío variado lo hacía similar a los de las novias, apoyado en el regazo de una mujer adusta, poco dada a la sonrisa, coronada con un moño alto y embutida en un vestido largo, de gasa oscura y mangas francesas de farol rematadas, como los bajos que le rozaban las botas, con encaje de guipur. Permanecía la mujer que había hecho heredero a Joao sentada, y su hombro derecho sujetaba la mano izquierda de un señor de amplios bigotes y terno de alpaca con influencia inglesa y reloj de bolsillo, que apoyaba su otra extremidad en la cintura, en postura entre torera y desafiante, henchido de seguridad en sí mismo. Un padre de familia dominante y estricto que nada dejaba al azar, sin duda, pero que no duró más que su mujer, apuntó mentalmente Nuria mirándole a los ojos vacíos de su foto. Las demás mostraban las distintas edades del hombre Joao, con lazo y pantalón bombacho, o vestido de jinete, o posando en el pupitre del colegio con un sacerdote detrás, o con atuendo de tenista a la moda de Rene Lacoste, o montado en un carruaje Victoria con la que podía ser su hermana, para la que ya entonces sonreír no parecía plato de gusto. Nuria echó una ojeada al reloj, y viendo que las manillas habían avanzado mucho más de lo que había previsto aceleró la búsqueda, de lo particular a lo general, Nuria, no te entretengas, y cuando quiso apartar el álbum para continuar buscando en la caja golpeó sin querer el jarrón, que cayó echo añicos en el suelo. Si era un jarrón chino la civilización lo ha perdido para siempre, Joao, pensó Nuria, quien lamentó su torpeza y se dispuso a recoger los trozos mayores, no sea que los bordes quedaran afilados como cuchillos y encima se cortara. Y en esas estaba cuando reparó en que junto a varios de los fragmentos, la luz tornasolada de la lámpara rebrillaba en una llavecita cuyas dimensiones le indicaron sin duda que no franqueaba el paso a una vivienda, sino que más bien desvelaba los secretos de una pequeña caja fuerte.
Pues no. Después de revolver las cajas, de rebuscar en la mesa arriba y abajo, de palpar toda esquina posible e imaginable en busca de una cerradura secreta, no encontró ni caja fuerte ni de música ni nada que se le pareciera. Nuria sabía que la respuesta tenía que estar ahí, ante sus ojos, porque para eso la desafió Joao, sabedor de su regusto por los misterios. Y todo misterio, por muy grande que sea, halla la solución en los pequeños detalles. Así que desechó la idea de lo oculto y se centró en lo visible, en las cajas de cartón que contenían la vida de Oliveira, y después de ennegrecerse las manos de polvo buceando entre objetos de lo más disparatado, desde pelotas y raquetas de tenis a botas de montar o cajitas de plata con sortijas y gemelos, estaba en condiciones de describir a Joao como un hombre culto y refinado, con un gran gusto por el deporte, la cultura y la filatelia, porque a los hatillos de cartas se le sumaban varios álbumes con sellos, algunos con un siglo de antigüedad, seguramente heredados de un familiar coleccionista. Nada como la escritura, se dijo Nuria, a quien le pirraban los sellos y el olor de las cartas, como estas, fíjate qué bien huele este papel, es de… Y al intentar pergeñar las características de los sobres sus ojos dieron, como no podía ser menos, ese pequeño gran paso para la solución del caso: todos, los más y los menos antiguos, marcaban como destinatario a un Joao Oliveira con un apartado de correos.
A Nuria siempre le había parecido que los mayores avances de la humanidad habían sido el descubrimiento del fuego, la invención de la rueda y la implantación del horario continuo de los supermercados. Podría haber añadido las medicinas que dejaban su corazón al ralentí, o la medición del tiempo, o el cemento y el ladrillo, pero ella, que era de carácter bipolar, soñadora tirando a racional, no los valoró nunca en la misma medida: esas tres cosas le hacían fácil la vida y ya está. Pues bien, al día siguiente añadió a esta lista esencial la apertura de las oficinas de correos, que, mira por dónde, tampoco cierran en la hora de la comida. Eso le permitió ir después de cumplimentar como dios manda su rutina laboral, porque, como le enseñó su abuela siendo menuda como un durazno, primero la obligación, luego la devoción. Y no está la vida para jugarse el pan, rumió aquella mañana. Las siete horas y media fueron las más largas de su vida, y le dio varias veces la sensación de que se estiraban como un chicle, o de que un duende travieso se empeñaba en retrasar el reloj una y otra vez, pero al final pasaron como pasa todo, sin posibilidad de retorno. Una vez en la oficina de correos más cercana al trabajo y, por ende, a la casa de Joao, se acercó a los apartados de correos. Un sinfín de pequeños habitáculos plateados, como nichos numerados para palomas, tapizaban la pared. Los nervios se le desbocaron cuando vio el número arado en las cartas, y se le terminaron de acelerar cuando introdujo la llave y, con la banda sonora de un redoble de tambores tronando en su cabeza, alehop, la cajita se abrió. Allí encontró otra carta a su nombre, Enhorabuena Nuria, no esperaba menos de ti, acompañada de lo que afirmaba ser un testamento. Y en ese instante supo que ahora sí, que el contenido de ese documento debía ser revelado por la policía.
Nuria cruzó el umbral de la comisaría como Núñez de Balboa, exploradora de los trasteros, adelantada de Oliveira, con la carta con sus credenciales en la mano. Traigo esto para el policía Castro, dijo con la rotundidad con la que se anunció la buena nueva, y de paso señalando su preferencia sobre Bermúdez, que no por ser el jefe le parecía mejor preparado. El custodio de la entrada no pareció hacerle mucho caso, así que Nuria tuvo que insistir más que el arcángel, imaginaos, Gabriel pegando alaridos, Pero María, ¿me quieres atender, que vas a ser madreeeee? Pues así tuvo que ponerse la bibliotecaria, que a esas alturas también farfullaba en arameo. Tanto insistió que, más que nada para que se callara, el guardia de la puerta tecleó unos números y le dijo al auricular Castro, por lo que más quieras, sal que tengo a una señora preguntando por ti y es bastante insistente, no, no me queda muy claro lo que quiere, espera, ¿cómo se llama?…., dice que es Nuria la bibliotecaria.
Cinco minutos tardó Nuria en encontrar la mesa de Castro. Las indicaciones no eran, desde luego, muy convincentes: arriba, primer piso, a la derecha, segundo pasillo, a la izquierda, tenga cuidado no se vaya a confundir con las salas de interrogatorios. Porque aunque no se confundiera, aquello era como un locutorio de comerciales, decenas de personas cada uno con su mesa de uno de largo por dos de ancho con su ordenador por delante. No imaginaba la bibliotecaria que fueran necesarios tantos policías, investigadores y demás escalas oficiales sin despacho propio para proteger una ciudad como esa, que tampoco se podía decir que fuera Nueva York, pero ahí estaban, tecleando desaforadamente o hablando por teléfono sin parar, todos y todas tan parecidos, como muñequitas de recortable, ensimismados en la salvaguarda del orden y la ley. Tuvo que mirar cada mesa una por una para comprobar que detrás del ordenador no estaba Castro hasta que, por fin, sus ojos se cruzaron con los de ella. Y el fastidio se transmutó en un alucinamiento temporal cuando Nuria le puso por delante los dos legajos, la primera carta encontrada en su cajón y el Testamento de Joao Oliveira, firmado por la Notaría de González y Narváez y fechada solo un mes antes.
Casto no dio mayor importancia a la carta, ya que la autopsia no desvelaba trama criminal alguna por mucho que Nuria se empeñara en insistir y además cabía la posibilidad real de que Oliveira sufriera un trastorno mental. Nadie en su sano juicio viviría como él siendo un rico heredero, con tanta roña y tanta mugre a su alrededor, mendigando comida y durmiendo en un piso descascarillado, Nuria, no estaba muy bien de la cabeza, afirmó el policía. Y sobre el testamento, una llamada y cinco minutos le bastaron para obtener una cita urgente en el despacho de los ilustres notarios, cuya secretaria les confirmó la existencia de un documento de esas características rubricado por el individuo que Castro le indicó y le invitó a pasarse por allí para comprobar su veracidad. Porque ya puestos, explicó el policía, vamos a cerrar el caso con todos sus avíos, con muerto, autopsia, testamento, herederos y responso. Y allá que se fueron los dos previo aviso a Bermúdez, al que Castro despertó en su despacho para pedirle la venia, que obtuvo entre las mascullaciones desganadas del superior elaboradas como el que mastica tabaco.
El despacho de González, que fue el que les recibió, era una estancia mucho más amplia que el habitáculo donde Oliveira conservó sus pertenencias, profusamente decorada con muchos más muebles y muchos más cuadros y marcos pero también de mucho peor gusto, recargada de lámparas de cristal de estilo chocante, libracos de leyes encuadernados en cuero, cortinones tipo café con borlas como llamadores, estanterías de ébano y palisandro que amenazaban con desplomarse al piso inferior, de pesadas y recias que eran, y alfombras tan gruesas que los zapatos se camuflaban en ellas como un escorpión en la sabana africana. Y al frente de tanto derroche sin sentido, sentado ante un escritorio a imitación del Resolute, estaba el notario González, un hombre enorme y redondo, más parecido a un luchador de sumo que a un letrado. Castro no pareció dejarse amedrentar por el ambiente y, tras emitir un saludo correcto sin caer en el servilismo y presentarse al notario y hacer lo propio con Nuria, le mostró el documento. Ah, el testamento de Oliveira, dijo al ver el encabezado. Qué hombre tan insolito –tanta ley y tanta alfombra para decir insolito, pensó Nuria-, quién iba a pensar que necesitaría un testamento. Por tanto, certifica su autenticidad, señor notario, inquirió Castro. Y el leguleyo, tras echar un vistazo al documento y hacer diversas comprobaciones, asintió. Sí, es este sin duda. Firmado por mí mismo, mire. Y el contenido se ajusta a las peticiones del señor legador, que quería dejarle todas sus posesiones a una tal Nuria Cabral, que ahora que lo pienso será usted –dijo, lanzando una miradita con cierto retintín a la bibliotecaria-, y en caso de su fallecimiento a su casero. Decía que eran las dos únicas personas en el mundo que lo merecían, aunque no sé muy bien qué, dijo el notario antes de dejar escapar una risilla. Pues no se ría tanto, señor González, afirmó contrariado Castro, a quien se le iba notando que no llevaba muy bien a las personas con ínfulas de superioridad. Porque Nuria, que es ella -confirmó Castro- es entonces la legítima heredera de una fortuna con la que según tengo entendido podría comprar esta notaría y el barrio entero si le diera la gana y le sobraría para contratarle como lacayo. Nuria, que hasta ese momento había permanecido como en estado de shock, no pudo evitar una carcajada al imaginar a ese abominable hombre de los pasteles embutido en una librea con charreteras doradas y con un sombrero de copa, levantándolo y volviéndolo a colocar sobre esa inmensa cabeza cada vez que la viera, como los monitos de cuerda que vendían los ambulantes en la feria. Fuera como fuera, entre las palabras de Castro y la actitud de Nuria se amasó un pastel que quebró la risita de González, que ya fuera porque se bajó del burro o porque los subió a ellos al suyo pasó a tratarles, sobre todo a la bibliotecaria, con guante de plumas. Y tras recordarle a base de rimbombantes circunloquios su condición de notario poco menos que del reino, se puso a su servicio para lo que fuera menester, que algo caería, pensó. Pues sí, dijo de sopetón Nuria, pensando en las múltiples influencias que atesoraría el engolado González e intuyendo la de puertas que abrirían con un carraspeo, necesitaré que a la mayor brevedad ultime usted la puesta a mi servicio de esa herencia. Agarró la pluma estilográfica del notario, escribió su teléfono en un papel que tomó de la mesa sin que nadie se lo ofreciera, se levantó firme y decidida, le tendió la mano como si fuera la duquesa de Alba y con la misma seguridad se dio la vuelta, dijo un resuelto Vámonos, Castro, que se hace tarde, y se fue mientras González corría tras ellos asegurando que tendría noticias de él en breve.
Bueno, Nuria, ¿y qué vas a hacer con tanto dinero?, le preguntó Castro a una Nuria capaz de sorprenderle en cada giro argumental del caso. Pues pedir una excedencia perpetua, dar la vuelta al mundo y luego ya se me ocurrirá algo, supongo que contratar al mejor médico para que me termine de arreglar el corazón, no sé, ya veré. Y tras despedirse de Castro, Nuria se encaminó hacia la biblioteca tarareando la musiquilla del cierre de Se ha escrito un crimen, pensando que esto ya no daba más de sí, aparte de enterrar a Oliveira con los honores de un jefe de Estado y hacer el papeleo que la desencadenara de la biblioteca.
Y tres días después, exactamente los mismos que tardó en resucitar Jesucristo, Nuria seguía sentada en su silla de ruedines, porque nada es tan fácil ni tan inmediato y las peticiones oficiales tienen su curso. Pero ya puestos, poco le importaba seguir un día más o menos, y más sabiendo que tenía, de golpe y porrazo, la vida solucionada. ¿Que tenía que esperar quince días naturales? Pues nada, allí estaba ella, dispuesta a atender a quien cruzara el umbral de la biblioteca con su mejor sonrisa, ea. Y en esas estaba cuando ella llegó. Aunque estaba más crecidita reconoció esos ojos de inmediato, como reconoció ese gesto. Sonreír seguía sin ser plato de gusto para la hermana de Oliveira, esa a la que había visto por primera vez en la foto del carruaje Victoria y que ahora se plantaba delante de ella, con sus pasos de caballo trotón, con ademanes que amenazaban tormenta y con unas arrugas en la frente que juraban que sus intenciones no eran buenas. Hola Nuri, qué tal, abrió la boca la señora Oliveira, tomándose a buches grandes la familiaridad que le daba la gana. Perdone, señorita, ¿quién es usted?, respondió la ex bibliotecaria, negándose a rebajarse a su nivel de chabacanería pero acertando de paso con el tiro en la diana. Señorita por poco tiempo, nena, contestó la otra visiblemente ofendida. Soy doña Carmen Oliveira, muy pronto prometida de don Cosme Cifuentes, el que era casero de mi hermano. Y tan cortante y arisca como el cuchillo de un matarife, la hermana de Joao le indicó que había sido notificada por parte de la notaría de González y Narváez de su descalificación como heredera al haber aparecido el testamento donde se notificaba el nombre de los agraciados, que ese mismo día visitó al casero de su hermano para cerrar con él cualquier posible deuda dejada por su hermano y que mira por dónde, como el amor es así, él le invitó a un café y una cosa llevó a la otra… Y Nuria vio claramente a esa hermana mayor de Morticia Adams, cariacontecida y compungida, vestida de luto riguroso pero ceñidita y arreglada, plantada delante de ese casero viudo que no se había visto en una igual en todos los días de su vida, derrochando virtud y zalamería ante los ojos golositos de Cosme, que por si acaso la invitó a un café sin darse cuenta de que, mientras él le quitaba el polvo a sus mejores tazas de porcelana, Carmen tejía a su alrededor una tela de araña con hilo de arpillera. Me alegro por ti, le espetó Nuria, a quien le traía al pairo la vida sentimental de la señorita Oliveira. Y a mí me alegra verte tan bien del corazón, guapa, ya me ha contado Cosme lo de tu enfermedad, bueno, lo de tu enfermedad y lo de todo, le soltó la araña negra. Y mucho le costó a Nuria sostener la cara de as de oros mientras Carmen le contaba con lujo de detalles que su hermano era un ser observador hasta el hartazgo, que entre lo que ella le contó y lo que él vio conocía su vida y su rutina al dedillo, y que encima solía tener un trato humano cotidiano con su casero, a quien le fue narrando por entregas la vida y obra de Nuria Cabral, bibliotecaria de pro. Y nada, guapa, que ya sabes que estoy aquí y que no pienso irme, que seré tu sombra mientras que tu cuerpo resista, cielo, rubricó antes de dar media vuelta e irse una Carmen a quien Nuria revistió desde ese mismo momento con la piel de Inma Grese, la nazi genocida. 
Bueno, se ve que soy la siguiente en su lista, se resignó Nuria. Y viendo ya la biblioteca como su particular monte de los olivos y previendo una pasión de once días, decidió que desde entonces iría y vendría al trabajo en autobús y que tras su viaje tendría que variar algunas circunstancias vitales para dejar de ser la manzana a la que apuntaba Guillermina Tell de Oliveira. Pero además, por si acaso, sujetó con firmeza uno de los bolígrafos y tres folios en blanco, puso por el envés de uno de ellos “para el policía Castro” y, dispuesta a seguir paso a paso el camino de adoquines marcado por su antecesor Oliveira, comenzó a redactar, Estimado Castro, me quieren matar.